En estas Pascuas de Resurrección,  las dudas se adueñaron de la viña del señor. Dudas poco divinas, también es cierto. Porque la falta de fe, en este caso, apunta a la estadística, sin llegar –válgame Dios– a socavar las bases de nuestros censos, de nuestras curvas y de nuestras mesetas. Lejos de caer en una duda gaussiana, la campana, chata o empinada, sobrevive incólume y sempiterna, respondiendo –en las buenas y en las malas– a su ecuación rectora y a sus proporciones terrenas. A esta altura –y como dice el refrán– se le teme más al porquerizo que a la piara de chanchos, pangolines y murciélagos. Porque el problema no reside en la forma gráfica de la distribución normal, sino en su relleno: a fin de cuentas, todavía no se ha encontrado la manera de contar de forma fiable los muertos causados por la versión 2019 del coronavirus.

Que los registros civiles están cerrados, que las pruebas no se hacen, que el fallecido en casa no cuenta, que se puede diagnosticar con un conocimiento hasta ayer inexistente… Con verdadero espíritu ecuménico, la duda se replica y se propaga. Aquí, en España o en la China, se sospechan más o menos muertes. La desconfianza sostiene que se cuenta una cosa por otra; o al revés, que esa otra sirve para alimentar los números no de aquello sino de esto, una enfermedad que cada semana, además de cambiar de nombre, suma síntomas para el ojo del buen cubero.

Las alarmas de hoy se parecen a las de las ciencias del siglo XIX cuando contabilizar las razones del morir se hizo carne en la planificación de la vida y un manual español de 1862 afirmaba: “Solo en nuestros días se ha comprendido por fin lo que vale un hombre, lo que cuesta antes de ser un miembro útil de la gran familia y lo mucho que importa conservarle.” Una historia, la de contar muertos, compuesta por varias otras, entre ellas la de cómo uniformar los nombres de las enfermedades y la causa de muerte haciéndolos comparables en Prusia y en Baviera, en Rusia y en la India.

La “causa de muerte” nunca fue fácil. Ni de definir ni de registrar. Porque de viejo o por un rayo, se mueren pocos y la enfermedad tiene tantos nombres como los atribuidos al diablo. Este problema, como la clasificación del mundo natural, remitía a la fragmentación de la experiencia y el lenguaje. Los proyectos en pos de una lengua común para identificar las palabras y las cosas son contemporáneos a las reformas promovidas por los aritméticos políticos, los mercantilistas y los fisiócratas, para quienes el tamaño y tasa de crecimiento de la población –otro objeto virtual que sólo existe a través de los números–, eran un indicador de prosperidad. En nuestras costas, la inscripción de los muertos empezó en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando la policía médica – es decir, la medicina administrada por el Estado– transformó en una responsabilidad cívica la práctica eclesiástica del registro de los entierros.

Entre 1787 y 1796, el médico Francisco Salvá compiló en tablas nosológicas los muertos en Barcelona, las primeras, a decir de algunos, en asociar defunciones y sus causas.

No era del todo original: en 1690, Caspar Neumann había estudiado en Breslau, caracterizada por su estabilidad poblacional, los cambios producidos por los nacimientos y las muertes, hasta entonces aceptados como resultado de una omnipotencia insondable. En 1776, Johann Frank  publicó en Mannheim una Epístola esbozando el plan de su Sistema completo para una policía médica iniciada en 1779. Interesado por las causas de muerte, le dedicó un tomo a las desgracias imprevistas producidas por el hundimiento de paredones y andamios, edificios, construcciones; por la caída de macetas de los balcones, el frio, el hambre, la embriaguez, el duelo, el suicidio, el asesinato, el veneno, los terremotos, las inundaciones y los huracanes; los usos y costumbres, como las cencerradas en Francia, las corridas de toros en España, las saturnales en Holanda y en Suiza, el Carnaval en Roma y Venecia; las explosiones de petardos y armas de fuego; los incendios; los causados por los animales sueltos, los bueyes escapados de los mataderos, las víboras, los lobos hambrientos y los perros rabiosos. El estudio del accidente, muy criticado en el siglo XIX, se volvería clave para las compañías de seguros, las cuales aprendieron a calcular pólizas y probabilidades según la actividad,  lugar de esparcimiento o residencia del asegurado.

Habría que esperar hasta la década de 1850 para que los congresos de estadística discutieran la necesidad de una nomenclatura nosológica internacional que dejase pocas dudas que una misma cosa era designada por la misma o por palabras estrictamente sinónimas. La tarea se delegó a los doctores William Farr y Marc d’Espine, a cargo de las investigaciones médico–estadísticas de Inglaterra y Ginebra. Hasta entonces solo los registros de algunos países contenían una columna donde se inscribía la causa de la muerte: en Londres, los informes de las enfermedades y lesiones mortales de la población se publicaban desde principios del siglo XVII; en el Departamento del Sena, desde 1809. En Inglaterra, la clasificación databa de 1837, publicada periódicamente de conformidad con los principios de la nosología estadística de ese país.

Los congresos estadístico definieron que, en un mundo ideal, el médico debía registrar la causa de muerte de sus pacientes fallecidos, la duración de la enfermedad y la fecha de la última visita. Y si una persona moría sin atención calificada, el cuerpo debía someterse a una autopsia. Los médicos y los oficiales de sanidad por separado debían extender sendo certificados de defunción, otro dispositivo surgido entonces para recopilar la causa de muerte para los registros nacionales.

La clasificación de las causas de muerte iniciada por Farr y d’Espine incluía varias divisiones y subdivisiones, incluyendo la  gran variedad de accidentes,  de muertes violentas, de epidemias y de enfermedades contagiosas. Como a las especies naturales, se las agrupaba jerárquicamente en las clases zimótica, zoógena, miasmática y entérica. Adoptada por el Colegio de Médicos de Inglaterra, esta clasificación sobrevivió hasta fines del siglo XIX pero, poco a poco, fue reemplazada por las sucesivas tablas y nomenclaturas de causa de muerte de Jacques Bertillon, el jefe de la oficina estadística de París. Los trabajos de Bertillon, impregnados del lenguaje bacteriológico finisecular, fueron el certificado de defunción de la teoría miasmática de la enfermedad preconizada por Farr.

Una página del Informe sobre la nomenclatura y la clasificación estadística de las enfermedades para los informes estadísticos par William Farr, 1855 (en el dominio público)

El doctor inglés, sin embargo, no murió: vive en sus leyes y una observación comunicada en 1840 al Registro General de Nacimientos, Muertes y Matrimonios de Inglaterra. Farr había aplicado las matemáticas a las nóminas de los fenecidos durante una epidemia de viruela, demostrando que al graficar su desarrollo y el de otras epidemias, en el tiempo adoptaba la forma acampanada de la curva de la distribución normal de Gauss. Gracias a ese análisis, se acepta que los eventos epidémicos suben y bajan en un patrón aproximadamente simétrico y pueden ser capturados por una fórmula matemática.  Como bien sabía Farr, la tabulación de las enfermedades de la humanidad implicaba la investigación de toda una población, un deseo que hoy como entonces, confronta a los médicos con el no–saber. Un dominio sobre el cual, como recuerda Wolfgang Schäffner, se construyó el reino de la estadística. Esa, a la que todos los días se le reza para que los números de muertos de ayer, no nos los dé hoy.

 

Irina Podgorny is a permanent research fellow at the Argentine National Council of Science (CONICET) at Museo de La Plata, Argentina.  She studied Archaeology at the La Plata University, obtaining her Ph.D. in 1994 with a dissertation on the history of archaeology and museums. She has been a research fellow at the MPIWG Dept. III Rheinberger (2009–10), she was also a postdoctoral fellow at Ibero-Amerikanisches Institut Berlin and at MAST (Museu de Astronomia) in Rio de Janeiro. Irina’s current research project deals with historic extinctions and animal remedies. At the MPIWG she is also a member of the Body of Animals Working Group in Dept. III. In addition to her academic research, Irina collaborates with Argentine cultural weeklies and Latin American artists, most recently for a 2018 art exhibition in Lima, Perú. She has been a member of the Editorial Board of Science in Context since 2003 and History of Humanities since 2017. She is the current president of The History of Earth Sciences Society and has recently been elected to the Council of the History of Science Society. Her current work focuses on the history of paleontology, museums of natural history, archaeological ruins, and materia medica. Her publication can be consulted at https://arqueologialaplata.academia.edu/IrinaPodgorny.

 

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Causa de muerte :: Irina Podgorny (Argentina)
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