“Lavarse las manos con jabón durante 20 segundos” es una medida cuya eficacia sobresale frente a cualquier otro remedio de los que, en estos días, se anuncian por izquierda y por derecha, por el norte y por el sur, por dentro y por fuera de las industrias y los orgullos nacionales.
Un paso clave de la desinfección y del método antiséptico, es decir, del acto de recurrir a procesos químicos o físicos para poner “el material muerto o vivo en un estado que no pueda infectar”. A la desinfección higiénica y quirúrgica de las manos, se suman la antisepsia de la piel y la desinfección de las superficies, de los instrumentos, la lavandería, las habitaciones y los residuos.
Un gesto simple y universal, pensarán muchos, olvidando, primero, el privilegio que supone contar con agua limpia y, segundo que, tras su humildad, se esconde el lado artificial de este ejercicio, el cual, como todo lo humano, hubo de ser aprendido y aceptado antes de transformarse en un hábito privado. Un capítulo de esa historia ambivalente entre la suciedad y la limpieza en el mundo occidental, resumida por la escritora canadiense Katherine Ashenburg en The dirt on clean, un éxito editorial de 2007. De hecho, se trata de una medida sanitaria originada en los hospitales austriacos de mediados del siglo XIX, acorralados por la fiebre puerperal, una de las principales causas de la mortalidad materno-hospitalaria.
Las infecciones uterinas, sobra decirlo, preceden a la especie humana, a las clínicas y a la condición paupérrima de las sociedades industriales; allí está la lista, larga y variopinta, de mujeres ricas fallecidas a poco de parir empezando en la edad antigua y terminando no hace tanto. Pero, en el parto tradicional, tal como se practicó durante siglos -en casa, a cargo de comadronas-, la incidencia de esta fiebre fue rara. Por lo menos en comparación con lo ocurrido a partir del siglo XVII, cuando, con el crecimiento de las ciudades y la pobreza europeas, aumentaría el número de mujeres en los hospitales de la caridad y la filantropía, a donde asistían para dar a luz de forma anónima y, eventualmente, entregar el recién nacido a sus orfanatos. Los casos de fiebre puerperal, sin embargo, se dispararon con el pasaje del control de los partos y de los hospitales de las congregaciones a los médicos.
En 1659, el inglés Thomas Willis la bautizaría como febris puerperarum, descripta poco después por el francés François Mauriceau. A principios del siglo XVIII, la fiebre puerperal se consideraba una fiebre “esencial”, es decir, una enfermedad propia del post-parto, desencadenada por “contagio” o, según otros expertos, por “infección”, es decir, por la mala calidad del aire o los miasmas de los barrios pobres y de los hospitales atiborrados. Para los primeros, surgía de la reunión en la misma habitación o incluso en la misma cama, de quienes, sanas o con fiebre, habían dado a luz o estaban por parir. En 1795, Alexander Gordon, un médico de Aberdeen, sugirió que esta fiebre se transmitía de una cama a otra a través de los cuidadores, recomendando medidas para reducir su frecuencia pero topándose con el desdén de sus colegas.
Gracias a las autopsias, la fiebre puerperal empezó a entenderse como la inflamación del útero o del peritoneo, pero, al mismo tiempo, se convertía en el azote epidémico de las maternidades de Europa matando una cifra cercana al 20% de las mujeres atendidas en los grandes hospitales y al 70% de las pacientes de las maternidades más pequeñas. Sin embargo, estas cifras incidían solo marginalmente en la epidemiología general: la gran mayoría de las mujeres seguía dando a luz fuera de esos circuitos.
La enfermedad avanzaba. Y lo hacía por los espacios del hospital siguiendo el camino que comunicaba la sala de disección con la de parto, en un circuito donde las mismas manos e instrumentos que auscultaban cadáveres y palpaban a los enfermos, asistían a las parturientas. En 1843, el médico estadounidense Oliver Holmes planteó la tesis de que ellos mismos y las enfermeras transmitían la enfermedad y recomendó el lavado de manos. Cuatro años más tarde, el médico austro-húngaro Ignaz Semmelweis intentó demostrar que todo el asunto residía en las malas condiciones higiénicas de los hospitales, en la falta de limpieza y en la desinfección de los médicos. Para ello, Semmelweis comparó la mortalidad de dos salas de obstetricia del Hospital General de Viena, aislando a una, y concluyendo que “la causa desconocida de tan horrible devastación reside en la disección de cadáveres, cuyos restos quedan adheridos a las manos de los disectores”.
Esta catástrofe iatrogénica, una de las más importantes del siglo XIX, ocurre en paralelo al florecimiento de la llamada Nueva Escuela Vienesa bajo la dirección del patólogo Karl Rokitansky, que situó la sala de disección en el centro de los estudios médicos. No es de extrañar que los patólogos, entre los que se contaba Rudolf Virchow, un paladín de la medicina social, menospreciaran las conclusiones de Semmelweis, quien molesto por ese rechazo, en 1860 publicó “La etiología, el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal”, atacando a Virchow, ya famoso gracias a la patología celular.
Basándose en su experiencia acumulada en 15 años de trabajo en tres instituciones diferentes, Semmelweis consideró que la fiebre de parto, sin excepción, era “una fiebre de reabsorción, causada por la absorción de una sustancia orgánica animal descompuesta traída al individuo desde el exterior”, casos que –contrariamente a las autoinfecciones- podían ser prevenidos. El “veneno” procedía de los cadáveres que los estudiantes usaban para aprender a curar. No importaba la edad, el sexo, la enfermedad previa o si el cuerpo había sido de un hombre o de una mujer que aún no había dado a luz. La única pregunta relevante era su grado de putrefacción. El dedo examinador del cuello uterino carcomido por el cáncer, llevaba las sustancias orgánicas de la curación quirúrgica o de la lección de anatomía a las partes cervicales de la parturienta, Semmelweis, en Viena, empezó a exigir que las parteras, los médicos y los estudiantes se lavaran las manos con cloro diluido para liberarlas de esas sustancias descompuestas. Sin embargo existía otro peligro. El hecho de que los hijos de madres con fiebre puerperal no se enfermaran sincrónicamente probaba que la infección no se producía durante el nacimiento. Por lo tanto, apuntó a los utensilios y a la ropa de cama del puerperio: las sábanas contaminadas con los loquios. Esa secreción vaginal de sangre, moco y tejido placentario producida normalmente hasta cuatro o seis semanas después del parto, era letal, sobre todo en invierno, cuando las sábanas apenas se lavaban y las mujeres que acababan de dar a luz, arropadas en ellas, apoyaban sus genitales, lastimados por el parto, en estas sustancias descompuestas.
Agua y cloro, para las manos y las sábanas, lograron que, en Viena, la mortalidad se redujera al mínimo. Mientras tanto en Berlín, regida por las ideas de Virchow, profesor de patología y prosector de la Charité a prtir de su nombramiento en 1856, la fiebre se llevaba a más de veinte mujeres en los inicios del invierno. Desde 1847- decía Semmelweis- no hay nada más aterrador que la desolación con la cual se sigue desarrollando la educación obstétrica sobre la fiebre del puerperio. A tal punto que en 1896 un libro de texto todavía hablaba de “sustancias extrañas” presentes en el cuerpo de la mujer que “fermentaban” durante el nacimiento. Solo a principios del siglo pasado, aceptada la existencia de los agentes patógenos luego de los trabajos de Robert Koch, Louis Pasteur y Joseph Lister, la desinfección y el lavado de manos pasarían a integrar el sentido común de esta práctica, hoy sacrosanta, del personal médico. Una normalidad con una historia aterradora pero que nos recuerda que con agua y jabón, el futuro, todavía, está en nuestras manos.
Republicado (con un título diferente) de: Irina Podgorny, “Breve historia de Las manos limpias” Revista Ñ, 4 April 2020, 9.
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Irina Podgorny is a permanent research fellow at the Argentine National Council of Science (CONICET). She studied Archaeology at the La Plata University, obtaining her Ph.D. in 1994 with a dissertation on the history of archaeology and museums. She has been a research fellow at the MPIWG Dept. III Rheinberger (2009–10), she was also a postdoctoral fellow at Ibero-Amerikanisches Institut Berlin and at MAST (Museu de Astronomia) in Rio de Janeiro. Irina’s current research project deals with historic extinctions and animal remedies. At the MPIWG she is also a member of the Body of Animals Working Group in Dept. III. In addition to her academic research, Irina collaborates with Argentine cultural weeklies and Latin American artists, most recently for a 2018 art exhibition in Lima, Perú. She has been a member of the Editorial Board of Science in Context since 2003 and History of Humanities since 2017, and has recently been elected president of The History of Earth Sciences Society. Her current work focuses on the history of paleontology, museums of natural history, and archaeological ruins.
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