No hay diario ni programa de televisión que no hable del papel higiénico o, mejor dicho, de las neurosis inexplicables desatadas por conseguir un rollo y acopiarlos en decenas. Aprovecharemos estos días para trazar unas historias del papel y de esa manía de los americanos del norte del Río Grande por confundir el registro de las patentes con las grandes innovaciones de la humanidad. Una de ellas, la aparición del papel higiénico en la vida moderna, atribuida a Joseph C. Gayetty, un inventor nacido en Pensilvania y residente en Nueva York. El papel medicinal o terapéutico de Gayetty se trata, de hecho, del único papel higiénico comercializado en los Estados Unidos entre 1857 y 1890. El producto original hecho con cáñamo puro de Manila, contenía aloe como lubricante y se comercializó como producto médico antihemorroidal. Se deshacía fácilmente en el agua y no obstruía, como los papeles ordinarios, los tubos de desagüe. En 1859, su negocio estaba situado en Nueva York en el número 41 de la calle Ann, donde vendía 1.000 hojas por un dólar.
“La necesidad más importante de nuestra época”—anunciaba Gayetty en la propaganda de su papel para la dama y el caballero, para el inodoro y el retrete. Muchas personas—continuaba el empresario- provocan su propia destrucción, física y mental, al no prestar atención a las cuestiones más banales y comunes, es decir, a los venenos que entraban en el cuerpo a través de la higiene de las partes más sensibles.
No hay que olvidar: este papel tuvo que imponerse—o mejor dicho competir—con las alternativas gratuitas de la época. Porque –demás está decirlo- antes de la patente del Sr. Gayetty, la gente también se limpiaba el traste y se sonaba los mocos con algo más que sus manos. A fin de cuentas, por años se nos dijo que el ser humano se definía por la capacidad de hacer instrumentos y transformar la naturaleza en cultura, incluso a la hora final de la digestión y el estornudo.
Sin ir muy lejos, en el mundo urbano y rural del siglo XIX, se usaban las hojas de almanaques y la de los malos esritores, los diarios de ayer, las páginas de los catálogos perimidos pero también las de los árboles y las chalas de las mazorcas de maíz. Por eso, Gayetty remarcaba que las palabras de los libros y los periódicos acarreaban veneno: las tarjetas esmaltadas poseían arsénico y otras sustancias químicas potencialmente deletéreas; el papel para la imprenta o para escribir, estaba impregnado con cloruro de cal, aceite de vitriolo, potasa, arcillas, cal, ácido oxálico, ceniza de soda o lapislázuli calcinado. El papel blanco, concentraba la suma de todos ellos. El de color contabilizaba, por su parte, ferrocianuro y bicromato de potasio, ácido muriático, azul de Prusia, aqua fortis (ácido nítrico), sulfato de hierro y muchos más elementos igual de perniciosos para los esfínteres y las mucosas de sus clientes. Tocarlos o probarlos no era otra cosa que jugar con un material nocivo y transmisor de la muerte, una acción similar a tomar tinta o a refregarse con negro de carbón los ojos, las encías, las narices y las partes pudendas. Ante los costos de ese riesgo, ¿no sería más barato limpiarse, secarse o evacuar la molestia, el olor y el picor de catarros, orinas y heces recurriendo a un papel tratado con aloe y marcado al agua con el nombre del inventor, el cual, por si fuera poco, curaba las dolencias más dolorosas?
Gayetty fue atacado como charlatán por las revistas y asociaciones médicas: “El curanderismo en un nuevo aspecto. El empirismo ha cambiado de táctica” –alertaba una revista médica de Filadelfia, la cual subrayaba que el descaro de estos traficantes de la salud era tal que ahora atacaban por la retaguardia, atrapando al público con los pantalones bajos llevándolos a la necesidad de comprar su “papel medicado para el retrete”. Por otro lado, la Gaceta del Hospital y de las Novedades Médicas de Nueva Orleans agregaba :” Sugerimos que para evitar la falsificación no sólo coloque su autógrafo en cada hoja de su inestimable papel, sino que, de la misma manera, proporcione su fotografía a sus millones de clientes. Y que la misma sea tomada con una sonrisa insípida en la cara. Estamos ansiosos por ver el rostro del hombre que está eclipsando a la homeopatía con los beneficios que le regala a la humanidad. Esta idea, sin dudas, animará así al sufriente sonriéndole en el mero asiento de sus problemas”.
Pero, no hubo manera: la humanidad doliente y la asustada –por lo menos la residente en los Estados Unidos- salió a las calles a consumir el nuevo producto. Y eso a pesar que los usuarios, antes de limpiarse, en vez de leer las noticias a punto de desechar ahora debían mirar con detenimiento la hoja del papel Gayetty: no tanto para constatar la presencia de la firma del inventor sino para buscar allí las astillas que podían llegar a pincharlos en un acto cometido a los apurones o de manera irreflexiva.
Porque el papel de Gayetty, de un hermoso perlado, puro como la nieve, se confeccionaba con cáñamo de Manila, es decir con una fibra vegetal compuesta de celulosa, lignina y pectina obtenida de Musa textilis o abacá. Esta planta herbácea de gran porte utilizada en la industria textil, nativa de las Filipinas, parecida al bananero pero de frutos no comestibles, era conocida por los europeos desde el viaje de Magallanes en 1521. En Filipinas, la población local la cultivaba y utilizaba a granel para la fabricación de textiles y rápidamente se incorporó a la economía de la Monarquía católica. Para 1897, Filipinas exportaba casi 100.000 toneladas de abacá y era uno de los tres cultivos comerciales más importantes de la colonia española, junto con el tabaco y el azúcar. De hecho, desde 1850 hasta finales del siglo XIX –cuando España cede las islas a los Estados Unidos, el azúcar o el abacá se alternaron como el mayor cultivo de exportación de Filipinas para la fabricación de cuerdas en Nueva Inglaterra, además de usarse en sobres de papel de Manila y en la confección de papel moneda. Así, sin quererlo o quizás sí, el papel medicado de Gayetty nació asociado a las fibras más profundas del dinero, de la expansión estadounidense y de la circulación global de esa época, es decir a las de las sogas requeridas por los barcos balleneros de la Costa Este de Nueva Inglaterra que, en esos años, movían y conectaban gran parte de la economía mundial.
La historia, por supuesto, continúa y esperemos que lo siga haciendo. No fue hasta la década de 1930 que Northern Tissue inventó un papel higiénico “sin astillas”, el cual gracias a la patente de fines del siglo XIX presentada por otro señor de Albany, ya se vendía en forma de rollo. Si, esos mismos rollos que hoy generan tanta tinta a pesar de no haber curado nunca una mísera hemorroides.
Republicado (con un título diferente) de: Irina Podgorny, “Coronavirus ¡Mi reino por un rollo de papel!”Revista Ñ, 21 March 2020, 12.
Irina Podgorny is a permanent research fellow at the Argentine National Council of Science (CONICET). She studied Archaeology at the La Plata University, obtaining her Ph.D. in 1994 with a dissertation on the history of archaeology and museums. She has been a research fellow at the MPIWG Dept. III Rheinberger (2009–10), she was also a postdoctoral fellow at Ibero-Amerikanisches Institut Berlin and at MAST (Museu de Astronomia) in Rio de Janeiro. Irina’s current research project deals with historic extinctions and animal remedies. At the MPIWG she is also a member of the Body of Animals Working Group in Dept. III. In addition to her academic research, Irina collaborates with Argentine cultural weeklies and Latin American artists, most recently for a 2018 art exhibition in Lima, Perú. She has been a member of the Editorial Board of Science in Context since 2003 and History of Humanities since 2017, and has recently been elected president of The History of Earth Sciences Society. Her current work focuses on the history of paleontology, museums of natural history, and archaeological ruins.
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The Teach311 + COVID-19 Collective began in 2011 as a joint project of the Forum for the History of Science in Asia and the Society for the History of Technology Asia Network and is currently expanded in collaboration with the Max Planck Institute for the History of Science(Artifacts, Action, Knowledge) and Nanyang Technological University-Singapore.